Castillo, Elaine. How to read now: essays. London: Atlantic Books, 2022. 340 p. ISBN 978-1-83895-492-5.
De todas las modas editoriales de los últimos años, hay una que he aprendido a observar con cierta desconfianza: la de las obras que nos invitan a poner en práctica el pensamiento crítico.
No es que practicar el pensamiento crítico de por sí sea algo negativo, claro que no. Es más bien que en ocasiones dichas obras parecen tener una concepción curiosa y paradójica de lo que es el pensamiento crítico: en lugar de asumir que dicho tipo de pensamiento es la puesta en práctica de estándares de razonamiento que se consideran válidos (desde el punto de vista de la lógica formal), parece haber un compromiso con un tipo de pensamiento muy determinado, con unas visiones del mundo que pueden ser críticas con el estado de cosas existente, pero que no necesariamente aprobarían un examen de aplicarles las normas del buen pensamiento. Es decir: los presupuestos de los que parten los autores parecen inmunes a la crítica sistemática que esos mismos autores defienden.
En cierta medida creo que la obra que tenemos entre manos en esta reseña, How to read now, de Elaine Castillo, puede incluirse sin dificultad en la mencionada categoría. Y ello para bien y para mal, como veremos.
Como reza su biografía en Wikipedia,[1] Castillo es una escritora norteamericana de ascendencia filipina, con formación en escritura creativa en las universidades de Berkeley y de Londres, y galardonada con varios premios y becas por su prosa. Su primera novela, America is not the heart, publicada en 2018, supuso su amplio reconocimiento y el inicio de su carrera como escritora mediática. Tanto es así que en 2019 la revista Financial Times la incluyó en su lista de las 30 personas jóvenes más excitantes del planeta (los «change-makers», según la publicación).[2]
Con semejante currículum, ¿la lectora de esta reseña no ha oído hablar nunca de Castillo? Si la respuesta es no, no se preocupe, seguramente no es ni mucho menos la única: la novela de Castillo es (hasta donde yo sé) inédita en castellano, por lo que podemos decir que la proyección de Castillo pertenece casi en exclusiva al ámbito anglosajón. Creo que es importante remarcar este hecho porque sólo desde esa coordenada lectores de nuestras latitudes pueden intentar apreciar cabalmente lo que contiene How to read now, la segunda obra publicada de Castillo.
Y es que How to read now es una obra de no ficción, un compendio de ensayos de crítica cultural en los que Castillo nos impele a «leer» de otra manera. Utilizo el término leer entre comillas porque la autora sostiene una concepción amplia de lo que es el hecho lector: para Castillo leer no es sólo leer libros, sino que también implica interpretar tanto otros productos culturales como a la Historia (con mayúscula) misma, y todo ello para «desmantelar las formas de interpretación que hemos heredado».[3]
Y esa nueva forma de leer, según Castillo, ha de tomar otros derroteros muy diferentes a aquellos a los que estamos acostumbrados, ha de alejarse de la norma que según ella permea la relación de los consumidores con la cultura: el supremacismo blanco.
Como mencionaba hace un momento, al leer una obra como How to read now uno ha de hacer el esfuerzo por no perder de vista algo que debería resultar obvio: que la sociedad catalana no tiene absolutamente nada que ver con la estadounidense, con sus problemas y sus idiosincrasias, a pesar de que ciertas tendencias de activismo social y ciertos análisis políticos provenientes de EEUU en ocasiones parecen indicarnos afinidades donde quizá sólo haya parecidos de familia.
Una de esas diferencias fundamentales, cómo no, es la cuestión racial. En la sociedad estadounidense la raza parece permearlo todo, desde las actuaciones institucionales, pasando por los productos culturales, hasta la actitud vital de los ciudadanos frente a su sociedad. No parece que podamos decir lo mismo de nuestras latitudes. No es que la raza y el racismo no sean un problema, que por supuesto que lo son. Pero no creo que nos equivoquemos si afirmamos que en todo caso no es un problema comparable. Así pues, Castillo escribe desde su experiencia concreta como ciudadana estadounidense y como descendiente de filipinos, como mujer que seguramente ha padecido el racismo estadounidense en algunas de sus dimensiones y como persona comprometida con la lucha contra el racismo. Todo ello proporciona una gran fuerza a su escrito, pero también plantea problemas no menores.
Como How to read now es una colección de ensayos de crítica sobre diversos temas y autores, no podemos decir que más allá de la idea fuerza del libro haya unos argumentos centrales fácilmente identificables. Más bien, hemos de coger aquí y allá las ideas principales del libro, recoger los puntos de vista de la autora a medida que vamos avanzando. El problema con una estructura dialéctica tal es que en cierta manera lo expuesto por Castillo se vuelve repetitivo: tanto si habla de Joan Didion como de la ficción asiática moderna, las conclusiones a las que llega la crítica de Castillo son en esencia muy parecidas, aunque varíen en la manera en que son expresadas, por lo que uno no puede evitar preguntarse si el texto no hubiera ganado en claridad si se hubieran recortado los detalles de la crítica per se.
Sea como fuere, creo que la idea medular que recorre el libro es la siguiente.
Para Castillo el supremacismo blanco no parece basarse en la ignorancia, como si las personas pudieran modificar sus puntos de vista con tan sólo tener acceso a la información adecuada. El problema más bien es que la mayoría de personas están sobreeducadas («overeducated»), sólo que en cuestiones para nada deseables como el patriarcado o la heteronormatividad.
¿Qué es el «supremacismo blanco» según Castillo? Lo más cercano que la autora nos ofrece a una definición es que el supremacismo blanco es…
«Una colección formativa de técnicas de lectura fundamentalmente mierdosas [“shitty” en el original] que te empobrecen como lector, pensador y persona sintiente; es una educación que promete que porciones enteras del mundo y sus vivencias disminuyan de significado para ti. [...] El supremacismo blanco es una educación cultural comprehensiva cuya función primaria es prevenir a las personas de leer −comprometerse con, comprender− las vidas de personas que quedan fuera de su ámbito».
Para Castillo ese conjunto de «técnicas mierdosas» es promovido con entusiasmo por una comunidad muy influyente, la comunidad literaria blanca y liberal que tiene un peso desproporcionado en la industria editorial actual. ¿El resultado?:
«La desafortunada influencia de este estilo de lectura ha dictado que acudamos a los escritores de color por los detalles más escabrosos de lo etnográfico: para aprender sobre historia olvidada, tragedias horrorosas, violencia política que destruye comunidades, genocidio, trauma; que esperemos de esos escritores que nos provean de esa materia prima intelectual de manera semejante a como sus ancestros nos proveyeron una vez de especias, minerales, piedras preciosas y no tan preciosos cuerpos».
Como puede verse, Castillo no es en absoluto amiga de los discursos que dicen querer «visibilizar» otras narrativas, otras voces y otras latitudes diferentes a la de las escritoras blancas. Para siquiera aspirar a revertir esa expectativa etnográfica que, según Castillo, se aplica a las escritoras de color, es necesario un cambio profundo:
«Toda la retórica de “la representatividad importa” no significa nada si no confrontamos las fundamentalmente jodidas [“fucked-up”] relaciones entre los escritores de color y las audiencias blancas que persisten en nuestra cultura lectora contemporánea».
(Como puede comprobarse, el texto de Castillo está salpicado de shits, fucks y sus variantes, como para que nos quede claro que Castillo está muy furiosa.)
La idea de que es necesario arreglar el mal que afecta a nuestra forma de leer recorre y reaparece de diversas maneras en los ensayos de crítica cultural que forman el volumen.
Por una parte es difícil no estar de acuerdo en lo fundamental con Castillo: parece necesario librarnos de ciertas anteojeras conceptuales que podrían empañar nuestra manera de leer el mundo y la cultura, en especial si los cristales de esas anteojeras están empañados por el supremacismo blanco y los muy variados prejuicios raciales que existen en EEUU (y en nuestras sociedades, aunque quizá en menor medida). Pero, por otra parte, hay argumentos de Castillo con los que deberíamos ser cautos, y que a su vez quizá también muestren que la autora tiene sus propias anteojeras.
Por ejemplo: en uno de los capítulos, Castillo intenta persuadirnos de que, en contra de la opinión de no pocos lectores, es mala idea suponer que leer nos enseña empatía. Para la autora, esa forma de entender la lectura hace que los lectores esperen de los autores de minorías demográficas una especie de aprendizaje sobre temas muy determinados (como los mencionados en una cita anterior), mientras que acuden a los blancos para «sentir lo universal». Además:
«El problema es que si necesitamos la ficción para que nos enseñe empatía, entonces realmente no tenemos empatía, porque la empatía no es un lugar de llegada, sino una práctica, siempre en marcha, que requiere trabajo en nuestras vidas diarias, para nuestras vidas diarias −no sólo cuando somos confrontados con el visible y legible Otro−».
No obstante, Castillo nos advierte contra una tendencia extrema derivada de negar el valor de la literatura como escuela de empatía: la idea de que el arte sólo debería responder a su propia lógica, de que se debería practicar y entender lo que se denomina el arte por el arte. Para Castillo, quienes defienden esta postura presuponen que hay una relación estética íntima entre lector y autor no contaminada por otro tipo de consideraciones morales y éticas que deriven de la personalidad y de las creencias del autor. Pero para Castillo, eso es una grave falacia: en su opinión, todo arte tiene una dimensión política, las creencias y actitudes de los autores se trasladan de alguna manera a sus textos, influyen de alguna forma en la cosmovisión que los autores trasladan a sus audiencias.
En el resto de su capítulo, Castillo nos ilustra contra el peligro de esa tendencia analizando una obra del Premio Nobel Peter Handke. No es una elección inocente. El escritor austríaco ha sido acusado y duramente criticado por su aparente apoyo al régimen serbio que participó cruentamente en la guerra que descompuso Yugoslavia durante el pasado siglo XX. Para Castillo no hay duda: Handke es un fascista, y todo intento de suavizar, de dejar en un segundo plano sus afinidades políticas supone una expresión de ese supremacismo blanco que para la autora permea nuestra forma de leer el mundo.
La indignación de Castillo ante casos como los de Handke, o incluso ante casos de autoras clásicas como Jane Austen, es comprensible: bien puede haber actitudes deplorables en los autores que encuentren expresión en sus obras. Es necesario aguzar por tanto el ojo crítico para detectarlas, y desarrollar una lectura con criterio. Para Castillo, ello supone reconocer en su pleno potencial lo que implica leer críticamente: un acto privado y estético, pero también cívico y ético, comunitario y no únicamente personal, solipsista.
El problema es que utilizando su mismo ejemplo se puede argumentar que su presuposición de base puede ser discutible. En su obra ¿Se puede separar la obra del autor? (Clave Intelectual, 2021), la socióloga Gisèle Sapiro examina justamente la cuestión que le da título, y que en los últimos tiempos parece haber resurgido con un renovado interés. Precisamente uno de los ejemplos que trata Sapiro es el de Handke, llegando a conclusiones opuestas a las de Castillo: Handke no es calificado como fascista, y en todo caso sus presuntas tendencias fascistas no se aplican necesariamente a su obra.
Seguro que Castillo no estaría de acuerdo con el diagnóstico de Sapiro. En cierto punto de su libro, Castillo afirma encontrar deplorables a quienes defienden que se puede separar al autor de la obra. Pero la idea central que recorre el libro de Sapiro tiene poco que ver con el supremacismo blanco, ni con la debilidad intelectual de Sapiro (una socióloga sofisticada en sus análisis, hija intelectual de Pierre Bourdieu), y sí con un análisis ponderado: Sapiro no presupone que la separación pueda establecerse a priori, sino que ha de ser probada y estudiada caso a caso. Quizá las obras puedan ser influenciadas por las ideas de su autor, o quizá no: lo importante es mantener abierto el estudio, para poder avanzar en el debate. Parece justo la actitud contraria a la adoptada por Castillo: para ella, Handke es fascista sin duda y el supremacismo blanco contamina irremediablemente nuestra forma de leer y de producir cultura.
En los compases iniciales de la obra, Castillo admite que «generalmente siempre he estado irritantemente segura de mí misma y de mis convicciones», una aseveración que en realidad habría que observar con cierta desconfianza si de crítica cultural se trata. Sólo por traer a colación algunos ejemplos más de cómo los propios anteojos de Castillo pueden afectar a la manera en que ella misma «lee» la cultura:
Al comentar la serie de televisión Watchmen, Castillo comenta que la cultura estadounidense parece obsesionada con presentar una imagen positiva de las fuerzas de seguridad. A pesar de que Castillo aprecia la narrativa de la serie en lo que se refiere a la representación de la historia racista de América y del trauma intergeneracional, su lectura de la serie enfatiza la perplejidad que le causa que, después de todas las injusticias y discriminaciones sufridas por las comunidades de color a manos de la ley, éstas todavía parezcan confiar en el poder de la ley.
Sin duda, Castillo tiene muy buenos motivos para expresar su incredulidad: hay un muy alto porcentaje de afroamericanos que desconfían de las fuerzas de la ley y que han sufrido en primera persona actos de discriminación a sus manos. En el contexto de las protestas por la muerte de George Floyd, del movimiento Black Lives Matter y sus llamamientos para desfinanciar a la policía, lo que comenta Castillo no es baladí.
Pero es sólo una parte del problema, y no precisamente la más certera. Lo que muestran las estadísticas y los estudios de opinión es que son precisamente las comunidades negras y latinas las que más se oponen a recortar el presupuesto de las fuerzas de seguridad:[4] esas comunidades no quieren menos policía, sino que la quieren más y mejor equipada, puesto que esos ciudadanos temen por su seguridad.
De hecho durante 2020 se produjo un repunte en homicidios por todo EEUU, coincidiendo sospechosamente con los llamamientos para desfinanciar a la policía.[5] Lo que sí quieren las comunidades de color, cómo no, es una policía que rinda cuentas y que esté más y mejor controlada en su actuación.
Por supuesto, podemos decir que lo anterior es comprensible: las comunidades de color son las receptoras tradicionales de las injusticias promovidas por el racismo sistémico promovido por los blancos. Pero curiosamente en algunas encuestas se ha visto que son los blancos quienes en proporción están más de acuerdo con la afirmación de que es necesario desfinanciar a la policía, lo que parece un recordatorio de que ciertos mensajes de los activistas sociales hacen más eco precisamente en aquellos ciudadanos que están menos afectados por los problemas denunciados. Dudo que Castillo se sintiera cómoda con esa paradoja.
Otro ejemplo de la dudosa «lectura crítica» de Castillo. En uno de los capítulos, la autora carga contra J.K. Rowling (supongo que no hace falta presentarla) por, en opinión de Castillo, las declaraciones tránsfobas y transexclusionarias que caracterizan tanto a su obra como a su persona pública. Para Castillo, sus ideas en torno a la biología y el género son «indefendibles», y refuerzan «la presunción de que la realidad existencial de las vidas de las mujeres trans es un tema abierto al debate».
Ciertamente, Rowling ha sido duramente criticada y vapuleada por afirmar que una mujer trans no es una mujer. La misma Rowling se vio en la necesidad de escribir en 2020 un ensayo[6] explicando sus puntos de vista, sus motivaciones y sus preocupaciones, las cuales van más allá de una simplista afirmación sobre la identidad o no de las autoidentificadas mujeres trans como mujeres. Unos argumentos que Castillo no menciona en ningún momento, por cierto.
Podría gustarnos o no la dicha afirmación que se le imputa a Rowling, pero esa es una cuestión muy diferente de la afirmación de que no hay debate posible en torno a la «realidad existencial» de las mujeres trans. De hecho, sí hay debate: en la actualidad hay fuertes polémicas entre sectores de activistas trans y feministas históricas. Lo cierto es que llamar «debate» a esas confrontaciones es muy suave: ciertas activistas trans acusan a las feministas que se niegan a reconocer a las mujeres trans como mujeres de ser tránsfobas y asesinas de mujeres trans.
Así pues, sí que hay debate en torno a la cuestión trans, y por cierto que los argumentos en torno a la biología y el género no son «indefendibles»: ningún científico serio en la actualidad defenderá que el género está escrito a fuego en los genes, pero existe una muy abultada literatura científica que muestra cómo la genética tiene una cierta influencia en los comportamientos de nuestra especie y en las diferencias entre sexos. Puede que a Castillo no le guste esa existencia, o que esté convencida de que forma parte de ese conjunto de «técnicas de lectura mierdosas» del supremacismo blanco, pero ¿cómo vamos a juzgar críticamente por nosotros mismos sin siquiera hacer referencia a dichas cuestiones?
Un último ejemplo de la sesgada lectura crítica que parece practicar Castillo. Hablando de la ficción superheroica, Castillo argumenta muy acertadamente que ciertos personajes de ficción representan traumas y son víctimas de prejuicios propios de las comunidades minoritarias, pero en cambio son dibujados como personajes blancos.
Justamente, Castillo denuncia que eso se da aunque sea la «gente no blanca» quien soportará el grueso del cataclismo climático y que son los «noblancos» quienes se encuentran en los niveles más bajos del capitalismo contemporáneo.
Son dos afirmaciones que al mismo tiempo son ciertas y matizables. Desde hace unas décadas, se han acumulado datos que muestran que son precisamente ciertas comunidades blancas de EEUU quienes están viendo degradadas tanto su nivel de vida, como su salud y su esperanza de vida, más rápidamente que las comunidades no blancas.
De ello trataron extensamente los profesores de Princeton Anne Case y Angus Deaton (este último, Premio Nobel) en un libro que tiene traducción española: Muertes por desesperación (Deusto, 2020). En el clima racialmente cargado de EEUU, pareció que el libro de Case y Deaton era una especie de agravio hacia los padecimientos históricos y presentes de las comunidades de color. Tanto es así, que a Case y Deaton les espetaron que cómo se atrevían a hablar de los blancos.[7]
Pero como Case y Deaton argumentan en su libro, y no se cansaron de repetir en entrevistas diversas, hablar del fenómeno de la precariedad blanca contemporánea ni niega ni resta importancia a las condiciones de vida del resto de comunidades, en especial la negra: los negros siguen teniendo menor esperanza de vida y menores oportunidades económicas que los blancos, pero las condiciones de vida de los blancos sin estudios superiores se han degradado más y más rápidamente que las del resto.
Castillo también muestra una cierta predisposición a olvidar a los blancos cuando menciona el pasado de EEUU, afirmando que el país se ha levantado sobre la rapiña, el imperialismo y la esclavitud de la gente de color. Afirmaciones irrefutables, pero de nuevo matizables: la historiadora Nancy Isenberg dedicó un grueso volumen, titulado White trash (existe traducción en español: Capitán Swing, 2020), a mostrar cómo la esclavitud blanca jugó un papel fundamental en la creación del país. Un fenómeno olvidado y hoy en día diríase que casi tabú: para ciertos activistas, y como en el caso del estudio de Case y Deaton, recordar la existencia histórica de la esclavitud blanca pareciera relativizar la importancia de la esclavitud negra, pero también como en el caso de Case y Deaton, una cosa no está lógicamente relacionada con la otra.
Pero la innegable realidad de la esclavitud negra y el padecimiento cruel e inhumano inflingido a innumerables generaciones es un argumento de peso para defender la prevalencia actual del supremacismo blanco, un prejuicio basado en la raza. Por su parte, la existencia de la esclavitud blanca pone en solfa la necesidad de contar con la dimensión de la clase social para explicar prejuicios y dinámicas de exclusión social. Vale la pena citar unos parráfos de Jim Goad, el polémico autor (blanco) de Redneck manifesto:
«Hablan de la basura blanca y del privilegio blanco como si fuesen términos intercambiables. Como la mayor parte de los ejecutivos de empresa son varones blancos, concluyen erróneamente que la mayoría de los varones blancos son ejecutivos de empresa. Pintan a la basura blanca como rematadamente estúpida pero, al mismo tiempo, capaz de sacar adelante una conspiración intercontinental que acabará por esclavizar a casi todos los habitantes del planeta que exhiban un exceso de melanina. Aseveran burdamente que gente que no puede ni costearse la plomería de casa controla la llave de paso de las tuberías de la riqueza global. Se describe a los redenecks como la personificación del poder blanco, cuando el único momento en que puede que se topen con un blanco poderoso es cuando el jefe les ladra en la fábrica». (p. 38).
«Yo me despertaba, arrastraba mi flácido trasero de puerco al trabajo, engrilletado durante ocho o diez horas de abuso, fichaba a la salida, corría de vuelta a casa, me hundía frente al televisor y zapeaba por los canales para ver cómo todos los locutores me insultaban (un HOMBRE BLANCO MALIGNO) por haber sido la causa de todos los sufrimientos del mundo. No parecía tener la menor importancia que jamás en mi vida hubiese tomado una sola decisión que hubiese afectado a alguien. Ni UNA. Nacía en una clase que me situaba en el extremo RECEPTOR de las decisiones. No tenía el menor puto CONTROL sobre la vida de nadie, y el dominio de la mía se veía comprometido por la necesidad de currar en un trabajo a tiempo completo. Joder, no hubiese podido oprimir a nadie NI QUERIENDO». (p. 152).
Si la lectora de esta reseña ha llegado hasta aquí, podría pensar que mis ejemplos de argumentación un tanto sesgada de Castillo no son sino un exceso de quisquillosidad por mi parte. Todo lo contrario. Como escribía al inicio, deberíamos esperar que un libro que se presta de ser una guía para leer críticamente el presente aplique a sus propios argumentos y puntos de vista ese mismo pensamiento crítico. El olvido, la omisión o la tergiversación de argumentos, datos, puntos de vista alternativos y etcétera, no son aceptables en estos casos.
A pesar de las virtudes del libro de Castillo (que indudablemente las tiene), y de su aguda capacidad para la crítica cultural, su libro parece fallar a la hora de mantenerse en sus propios elevados estándares de crítica.
Suelo recomendar que si la lectora quiere formarse una idea mínimamente aproximada de las polémicas, los problemas y desafíos de nuestro tiempo, lo mejor que podría hacer es aplicarse una fórmula magistral del gran novelista Luis Landero: soledad, recogimiento y concentración. Se necesita tiempo para desarrollar opiniones cualificadas y puntos de vista sobre temas complejos, y una obra de crítica cultural escrita por una novelista-activista no es necesariamente la mejor acompañante en el proceso.
Bibliotecario, autor del blog Biblioteconomía de guerrilla
[3] El texto original en el que se basa la reseña está en inglés. He optado por traducir las citas del texto, por lo que cualquier error o mala interpretación que pueda deberse a la traducción es sólo mío.
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