Grafton, Anthony. La cultura de la corrección de textos en el Renacimiento europeo. Trad., Emilia Ghelfi. Bogotá: Universidad de Los Andes, Ediciones Uniandes: Universidad Santo Tomás, Ediciones USTA; Buenos Aires: Ampersand, 2020. 343 p. (La biblioteca editorial). Reedición de la de 2014. ISBN 978-958-774-955-7. 20 €.
Para G. Grosso y A. Zuriaga, libreros y editores
con un par de correctores
Hacia 1965, Giangiacomo Feltrinelli decidió pedir un crédito bancario que oxigenara la contabilidad de su editorial. A la reunión asistieron el propio Feltrinelli, su contable y dos banqueros de Milán. En el momento de hacer las presentaciones, un banquero refiere al otro: «Este es el famoso señor Feltrinelli, con l’hobby dell’editoria». Sin mediar palabra, el temperamental empresario se levanta, se da la vuelta y sale del despacho con sus habituales dignidad y determinación. El orgullo de la profesión editora que se destila en este episodio está apuntalado por dos anécdotas más, ambas resumidas por Carlo Feltrinelli. Editar libros no es hacer bricolaje estivo. La editorial que arriesgó varias vidas para publicar Doctor Zhivago y que ha quedado en el imaginario de la edición moderna como ejemplo de innovación y personalidad tenía, entre sus ejes fundacionales, la expresión: «Nada de filantropía, nada de tirar el dinero justificando las pérdidas con el prestigio».[1]
Por el contrario, Giulio Einaudi era de los que afirmaba que en su editorial no tenían cabida ni los libros pasajeros ni los que pudieran arruinar el prestigio de la que él quería que fuera la «editorial cultural» por excelencia. Cuando un colaborador le proponía un libro amparado en una frase del tipo «es un tema muy de actualidad, hemos de darnos prisa a la hora de editarlo, no vaya a pasar de moda», el editor turinés respondía: «Si va a pasar de moda, ¿para qué publicarlo?». Y lo justificaba con que hacer un libro bien hecho lleva tiempo, y que buena parte del tiempo se lo lleva traducir bien, corregir bien ¡tres veces! el original y las galeradas, y componerlo con esmero. Un clásico, este debate entre publicar con esmero y publicar con la vista puesta solo en el libro de cuentas y no en el texto del libro es un clásico de la historia de la imprenta y de la venta de libros.
El que más sabe en el mundo sobre este debate histórico-tipográfico es Anthony Grafton. Entre el decisivo artículo «Correctores corruptores? Notes on the Social History of Editing» de 1998[2] y el recientísimo Inky Fingers: The Making of Books in Early Modern Europe (Cambridge, 2020), Grafton ha analizado con profundidad inusual la relación que hay entre la fabricación del libro y los beneficios que un libro bien hecho ofrece a quien lo publica y a quien lo vende. Además de analizar con profundidad, Grafton escribe un inglés de rechupete. Una de las pocas cosas buenas que he hecho en esta vida es haber leído (creo) todo lo que Grafton ha publicado sobre el asunto (aunque del leer al aprender hay un gran trecho), y haberme detenido todo lo que he podido en el libro objeto de la reseña que me ha confiado el profesor Amadeu Pons y que en la edición original de 2011 se tituló The Culture of Correction in Renaissance Europe.
Editar y vender libros es un asunto complicado. A veces, los actores de lo que ahora con infame contradicción llaman «industria cultural» no lo han puesto fácil. Un artículo estupendo de una historiadora del mundo del libro decía que «like any business, the printing profession attracted its share of hard-drinking, hot-tempered, quarrelsome, irresponsible, and even criminal employees» (lo dejo en inglés para evitar querellas).[3] Y Grafton se deleita en ofrecernos detalles de comportamientos curiosos, además de enseñar que con buena voluntad no basta para hacer buenos libros, pues la buena voluntad queda arrinconada demasiadas veces por la mala voluntad del beneficio inmediato.
Corregir un libro, tener un libro corregido en las manos, enfrenta a casi todos los que participan en él, desde el autor al librero. El tercer capítulo del libro de Grafton estudia las relaciones entre autores y correctores, no siempre pacíficas. Para llegar al meollo final del libro, Grafton ha empleado decenas de páginas para describir qué era (qué es) un corrector de imprenta: el último mono, una subespecie de «refulgentes criaturas abisales que pueden subsistir solo en un especial y oscuro hábitat incapaz de permitir otras formas de vida, [que] son aptas para vivir, según parece, solo en el taller de imprenta». Sin embargo, cuando el editor vendedor quiera decir que su libro merece estar en las mejores librerías, en las mejores bibliotecas, que el lector hará bien en pagar algo más porque compra «mercancía probada», todos los implicados justificarán lo dicho en que el libro ha sido «corregido diligentemente», editado con cuidado, revisado convenientemente.
¿En qué consistía la diligencia del corrector? En ayudar a demostrar que editar bien un libro no es solo «convertir un manuscrito en un impreso». Digo ayudar a todo eso porque el corrector no solo anotaba «donde dice haba debe decir habla» y estaba al tanto de las cuestiones tipográficas y de «maquetación», sino que en muchos casos redactaba prefacios, índices y cuartas de cubierta, dividía el texto en capítulos, anotaba al margen, guiaba al lector con los paratextos, etcétera. Por último (y Grafton comienza su libro por aquí) cuando el viejo corrector ocupaba el pupitre de castigo que hoy ocupa el encargado del llamado editing, se atrevía a corregir el estilo del autor: ¡anatema! El profesor de Princeton pone como ejemplo la relación entre Raymond Carver, novelista, y Gordon Lish, editor. La conclusión es que «De qué hablamos cuando hablamos de amor apareció en la forma que Lish le había impuesto [a Carver]».[4]
El libro de Grafton está lleno de anécdotas igual de sabrosas que la anterior, por lo que será un crimen convertir esta recensión en un spoiler. Baste saber que en el libro de Grafton se encuentran algunas de las claves que han convertido el mundo del libro, el de componer y vender libros con prestigio, en lo que es hoy. Por él pasan editores de libros de poesía, reimpresores de atlas romanos, estudiosos de textos bíblicos, libreros con escrúpulos y libreros sin escrúpulos, editores sinceros y editores falsos cuya falsedad quedaba demostrada cuando declaraban en la portada «edición corregida y diligentemente revisada» y luego sabemos que de eso nada porque ya los antiguos decían que «muchos impresores ávidos de lucro no admiten demoras y se niegan a corregir las formas, por mucho que reclame el autor».[5]Además de divertirse con las luchas de los actores que interpretan diferentes papeles en la imprenta, el lector del libro de Grafton aprenderá detalles interesantísimos sobre cómo se fabricaban los libros durante el periodo de la imprenta manual y de lo importante que ha sido siempre alguien que «aguce la vista» a la hora de corregir a quien no ha «agudizado los ojos». Así, me tomo la libertad de avisar al lector de que, cuando el libro de Grafton se detiene en cuestiones técnicas, desconfíe de la versión española del libro, pues no es aconsejable intercambiar los términos «hojas, formas y pliegos» en el proceso de corrección e impresión de un libro, que no eran lo mismo e implicaban trabajos y horas de trabajo muy diferentes. Véase la página 32: «Al fondo de la habitación, una mujer aparece por la puerta con una jarra de cerveza para los impresores; en Alemania, recibían esta propina cada vez que terminaban de sacar una hoja, una práctica que no necesariamente agradaba a los autores».
Un ejemplo canónico sobre la relación entre calidad literaria y desidia tipográfica en la tradición de la imprenta española (que Grafton apenas toca) lo pone el Quijote: «Hay entre cincuenta y más de cien erratas por pliego, lo cual confirma la idea de obra descuidada en su impresión y la ausencia de corrector en la imprenta, al menos de un corrector “textual” que cotejara cada uno de los pliegos salidos de la prensa con el original manuscrito que había servido para componer el texto».[6] Así, el debate entre corrección, prisas, calidad, exigencia del lector, no es nuevo y no parece que vaya a cerrarse en los próximos meses.
Como dice el gran Grafton, un corrector debía (debe) tener: «No solo buena fe, religión, entendimiento y celo, sino también erudición; no hay peor peste para los buenos libros que un corrector semisabio o bostezante o precipitado o poco perspicaz».[7] Es sabido lo fácil que se transmiten la peste y la desidia. Si como afirma Grafton el hecho de practicar mucho no lleva siempre a la perfección editorial, sepamos que cuesta lo suyo, pero no dejemos de aspirar a ella. Es responsabilidad de los editores no hacer libros marchitos para que los libreros no se vean en la obligación de vender libros apresurados.
Carlos Clavería Laguarda[8]
No venderás libros precipitados
[1]Feltrinelli, Carlo. Senior Service. 4a ediz. Milano: Giangiacomo Feltrinelli Editore, 2010, p. 93.
[2]Grafton, Anthony. «Correctores corruptores? Notes on the Social History of Editing». En: Most, Glenn W. (ed.). Editing Texts = Texte edieren. Göttingen: Vandenhoeck & Ruprecht, 1998, p. 54-76. Disponible en línea aquí. [N. de la R.]
[3]Shaw, S. Diane. «A Study of the Collaboration Between Erasmus of Rotterdam and his Printer Johann Froben at Basel During the Years 1514 to 1527», Erasmus of Rotterdam Society yearbook, vol. 6 (1986), p. 31-124.
[4] Sobre la relación entre traductores, editores y autores, véase ahora Karashima, David. Who We’re Reading When We’re Reading Murakami. New York: Soft Skull Press, 2020.
[5]Caramuel, Juan. Syntagma de arte typographica. Ed. y tr., Pablo Andrés Escapa. Madrid; Soria: Instituto de Historia del Libro y de la Lectura: Fundación Duques de Soria: Fundación Germán Sánchez Ruipérez, 2004. Artículo X, «De la corrección tipográfica», p. 131.
[6]Martínez Pereira, Ana. «Evaluación de variantes de la primera edición del Quijote: breve historia de un cotejo». En: Martínez Mata, Emilio; Fernández Ferreiro,María (eds.). Comentarios a Cervantes: actas selectas del VIII Congreso Internacional de la Asociación de Cervantistas. Madrid: Fundación María Cristina Masaveu Peterson, 2014, p. 480.
[7]Grafton, Anthony. Humanists with Inky Fingers: The Culture of Correction in Renaissance Europe. Firenze: Leo S. Olschki, 2011, p. 35.
[8]Carlos Clavería Laguarda fue profesor de la Escola de Llibreria y es autor, entre otros libros, de Los correctores: tipos duros en imprentas antiguas (Zaragoza: Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2019). [N. de la R.]
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