Pron, Patricio. No, no pienses en un conejo blanco: literatura, dinero, tiempo, influencia, falsificación, crítica, futuro. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2022. 90 p. (Serie 23 de abril; 18). ISBN 978-84-00-10976-9. Disponible también en línea: http://libros.csic.es/product_info.php?products_id=1601
Muchos de nosotros tenemos la edad exacta para ser considerados por derecho como hijos de dos mundos. El del tiempo de los hechos, anterior a la explosión de las tecnologías digitales a finales de los noventas e inicio de los 2000, y el del tiempo de los instantes, mediado por el avance acelerado de semejantes tecnologías. Unos recuerdan muy bien los días previos a que en sus casas hubiera una conexión a Internet. Otros, en cambio, recuerdan el día en que tuvieron sus primeros teléfonos móviles: armatostes menos sofisticados que una termita holgazana, y aparatosos como unos ladrillos de arcilla. Algunos de nosotros, por otro lado, recordamos las largas —larguísimas— tardes de lectura en las que nada podía distraernos. Tardes en las que el tiempo era una propiedad con la que se medía el paso de las estaciones y la llegada de los cumpleaños, y no un activo del que cada vez tenemos menos.
Para muchos de nosotros, el tiempo ha dejado de ser una propiedad (¿psicológica? ¿física?) del universo y ha pasado a ser una moneda de cambio por la que se pelean las redes sociales, los servicios de streaming, y la interminable cantidad de entretenimiento basura que puede encontrarse en Internet. La gran promesa de mediados del siglo XX fue que la tecnología de cómputo facilitaría nuestro trabajo de tal manera que lo que tendríamos de sobra sería, precisamente, tiempo para dedicarnos a nuestros hobbies, intereses y crecimiento personal. A ya casi 23 años de haber iniciado el siglo XXI, hemos descubierto que lo único que estas tecnologías han logrado incrementar es nuestra capacidad de hacer más trabajo durante la misma franja horaria, pero a un coste que se paga con burnout, estrés laboral, e incluso colapso psicológico.
No tengo tiempo, se me va el tiempo, no hay tiempo para esto, tampoco para aquello, mucho menos para esto otro son expresiones cada vez más comunes en el habla general, sobre todo en aquellos quienes se ganan el pan en un ambiente de oficina. De todos los ámbitos culturales que se han visto afectados por la reducción del tiempo, la literatura y su industria es de las que han mutado de maneras más exóticas para hacer frente a nuevos retos y demandas. Es de esto, y más, sobre lo que escribe Patricio Pron (Rosario, Argentina, 1975) en No, no pienses en un conejo blanco (Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 2022), un ensayo de menos de 100 páginas, y de formato pequeño, en el que reflexiona sobre los cambios que la aceleración tecnológica ha introducido en el mercado del libro, así como sus efectos en la apreciación lectora de la población.
Para Pron, la problemática actual del libro es una que puede enmarcarse alrededor de una baja alfabetización lectora, sumada esta al fetichismo del libro. La promesa tecnológica que se mencionó más arriba, esa que aliviaría nuestras espaldas y abriría campo a nuestros placeres y curiosidades, ha sido el impulsor irónico de esta situación, aunque hay que recordar que la tecnología, entendida como una herramienta que ayuda a realizar ciertas funciones, existe de diversas formas. La hay mecanizada, desde lo más bruto y lo más sofisticado, pero también la hay mental, como es el caso de las técnicas de lectura veloz, que surgieron de un ambiente en el que la información de todo tipo no hacía más que aumentar de volumen. Si hace apenas un siglo, una persona con una educación media era capaz de conocer gran parte del conocimiento y acervo cultural de su civilización, para los años cincuenta del siglo pasado una persona con las mismas capacidades apenas lograba conocer más de una fracción de toda la propuesta cultural y científica acumulada hasta entonces.
Pero leer significa mucho más que sentarse a absorber palabras: hay que comprenderlas. La velocidad lectora promedio oscila entre las 250 y las 300 palabras por minuto, muchas de las cuales son leídas más de una vez al ser estas extrañas, ajenas, curiosas o significar en su conjunto ideas sobre las cuales el lector no está familiarizado. Quienes hacen proselitismo a la lectura rápida prometen que sus practicantes podrán aumentar esa ratio a números extravagantes; entre 1.500 y 6.000 palabras por minuto, lo que suena muy bien en el currículo de quien gusta presumir de cuántos libros lee al año, pero a expensas de la comprensión de la lectura, ya no se diga nada sobre el disfrute de esta.
El deleite del libro, para los promotores de la lectura rápida, queda así reducido a un mero capricho. Un antojo en una época en la que lo importante es el máximo volumen de información que debe ser absorbida en el mínimo tiempo posible. Una sensibilidad que tiene su equivalente en la vida laboral de un grueso considerable de la población, quienes además de ser meras celdas en el archivo de contabilidad de alguien, necesitan producir más y mejores resultados en menos tiempo. No extraña entonces que muchas personas, al concluir la jornada de trabajo, no tengan la energía y el interés suficientes para involucrarse en una actividad exigente con su tiempo y atención, como sería la lectura. Según apunta Pron, esta relación entre tiempo y calidad literaria tiene su eco en el mundo mediatizado de hoy. Ese mundo en el que carreras enteras son destruidas o creadas tras una emotiva diatriba de tweets en la que las sutilezas y los argumentos son sacrificados en nombre de la conveniencia y la alta velocidad (y, como se ha visto en los últimos años, a cierta tendencia política), todo en aras de captar ese tiempo, limitado y precioso, de quienes vivimos dentro de la economía del clic.
Al igual que como ocurre con la lectura rápida, cuyos mejores resultados incrementan la ratio de palabras por minuto de los lectores, pero solo logran acercarlos a una comprensión superficial de lo leído, así también los medios modernos, en su interés por elevar al libro a un objeto de deseo cultural, terminan rebajándolo a un mero fetiche. Un artículo de postureo. Un accesorio de moda que puede llevarse como las mujeres llevan un bolso o los hombres llevan el bigote. El fenómeno del bookishness, que en castellano podría entenderse como «lo libresco», por no llamarlo «adicción al libro», es una de estas manifestaciones con montones de cabezas. Desde peluches y almohadas con los rostros de escritores famosos, hasta tazas de café, lápices y libretas adornadas con citas de lecturas clásicas que los usuarios finales, muy seguramente, ni siquiera se han molestado en leer. Más fantásticos aún son todos esos perfiles de Instagram o TikTok para quienes el libro como objeto, y no tanto su contenido, pasa a ser la razón de admiración. Común es encontrar cuentas cuyo único contenido son fotografías ‒o vídeos‒ de mujeres guapas y hombres galanes posando tal cual modelos de marca de calzoncillos, pero siempre con un libro entre las manos. Puntos extra si se trata del Ulises, Moby Dick, La broma infinita, o cualquier otro tomo famoso por su incomprensión o longitud.
Puesto que en otras épocas los libros solían ser identificados como la marca del intelecto, el bookishness pasa entonces a ser el gusto por la lectura no por gusto genuino, sino por mera postura. Según apunta Pron, Maddy Burciaga, una influencer francesa, fue noticia del momento cuando, en 2021, anunció su línea de libros decorativos: cajas impresas con cubiertas de libros emblemáticos que se ven muy bien como decoración, aunque no tienen una sola palabra dentro. Así, por tan solo 19 euros, uno puede asegurarse el prestigio que antes daba tener una biblioteca personal sin siquiera molestarse en leerla. O, de tener una de verdad, entenderla. Ya no importa demasiado el hecho de haber leído un título en particular, sino que los demás crean que lo hemos hecho, lo cual a su vez termina por derivar en algunas aberraciones muy propias de nuestros tiempos. Debido a que las redes sociales son la plataforma de facto para que cualquiera dé rienda suelta a sus opiniones, no es de extrañar que las insensateces más grandes hayan tomado fuerza, las cuales, aunadas a una mala comprensión casi intencional de la literatura, resulta en auténticos despropósitos. Fenómenos de histeria moral, como la «cancelación», por parte de ciertas bibliotecas o escuelas, de títulos clásicos como Huckleberry Finn por el imperdonable crimen de no estar a la altura de las sensibilidades de la moralidad contemporánea es un ejemplo extremo, pero muy real, de esto.
Yo soy de las que leen libros, o dime qué libros has leído en el último mes, o dale a la derecha si te gusta leer, son algunas de las líneas patentemente pretensiosas que pueden encontrarse en algunos perfiles de casi todas las aplicaciones de citas a las que cualquiera de nosotros nos podemos unir. La alta mediatización del libro como accesorio para embellecer la propia imagen, exaltada por cualquier cosa que a uno le haga sentir bien sin hacer esfuerzo, es un asunto también impulsado por las mismas casas editoriales y las librerías, tal vez demasiado para el propio bien de la industria. Pron apunta el caso de una editorial independiente española que «se quejaba en privado algunos meses atrás de que un número importante de los pedidos que recibe en su tienda en línea no son de los títulos que publica ‒la mayoría de ellos excelentes‒, sino de los carteles y postales que ha creado para promocionarlos, que sus clientes parecen preferir a los libros» (p. 67). No es de extrañar, entonces, que en un ambiente en el que las series de televisión son celebradas por muchos como «la nueva literatura», fácil de disfrutar por quienes están demasiado agotados al final de un día largo de trabajo, el libro sea el patito feo al que nadie quiere acercarse salvo cuando toca elevar la imagen que se tiene de uno mismo.
Ejemplos de esto sobran. Podemos ver uno aquí en Barcelona, cada 23 de abril durante la celebración de Sant Jordi, cuando las calles se llenan de lectores repentinos, ávidos por poner sus manos en todos los títulos posibles, gustosos de celebrar la Gran Fiesta del Libro, mientras que durante el resto del año las librerías de la ciudad son como cavernas llenas de ecos. Reading is sexy, rezan docenas de cartelones en los que actores atractivos, pero con un toque a ñoñería, se muestran muy ocupados en la lectura de turno. Cartelones que pueden encontrarse en las paredes de librerías y cafés hipster de toda Barcelona y Madrid, y por medio de los cuales uno también se siente inteligente y sexi por la mera asociación de tener un libro en las manos. Incluso si nuestro cerebro no da para tanto, o si nuestro rostro solo puede amarlo la madre de los cuervos.
El libro ha recorrido un camino interesante desde que a Gutenberg se le ocurrió juntar una serie de prensas y engranajes para imprimir una hermosa biblia gótica. Desde entonces, ha estado vinculado al progreso tecnológico, y su producción no ha hecho más que acelerarse. Hoy más que antes, la persona promedio tiene acceso a casi toda la cultura y la literatura, pero también hoy más que antes, la cultura y la literatura se ven amenazadas por la persona promedio. Desde banalizarla y vulgarizarla por medio de las sensibilidades de influencers, hasta mutilarla y erradicarla por comulgar opiniones o ideas diferentes a las nuestras.
Es un poco difícil no notar un tinte a superioridad de casta en el texto de Pron, pero también es un poco difícil no estar de acuerdo con los argumentos y ejemplos que menciona. La complicidad de la propia industria del libro en todo esto es lo más deplorable. Donde antes el talento era primario, ahora lo que importa es el número de seguidores que determinado nombre lleve a sus espaldas. Cada vez son más las editoriales que se interesan en una nueva voz no por la frescura de su estilo o ideas, sino por su presencia en redes, lo que ha resultado en la publicación de auténticos bodrios que sirven muy bien como combustible para la chimenea, pero también como lejía para la buena literatura (aunque excepciones, como siempre, las hay). De igual forma, la autocensura, otrora un pecado capital en las letras, es ahora una realidad con la que muchos escritores y artistas deben luchar, todo por miedo a que sus carreras queden en el polvo gracias a la facilidad con la que un sector del público se ofende. Un sector pequeño pero muy ruidoso, sensible, privilegiado y ‒que no quede duda‒ falto de criterio. Todo esto es solo una parte del total del asunto que Pron maneja en su libro.
¿Qué hacer al respecto? Parece que nada. O al menos no a un nivel colectivo. El mismo Pron no ofrece respuestas, y la salvación casi siempre es un asunto que se hace en casa. Solo los mesías tienen la capacidad de salvar multitudes, y la nuestra no es una época de mesías. Quienes vivimos una realidad interior y personal, y no nos interesamos demasiado por las locuras del mundo, tenemos siempre la posibilidad de seguir nuestra propia senda, pero eso no significa que tarde o temprano no nos veremos afectados por la inmolación del libro. Cuando la calidad de la literatura que disfrutamos se viene abajo debido a que sus escritores no tienen demasiado talento, pero les sobran seguidores, o el libro se vuelve el vestido con el que los hombrecillos compensan sus carencias, o las obras clásicas se ven en peligro de extinción porque a unas señoras ofendidas no les agradan las opiniones de sus autores ‒muertos hace un siglo, o más‒, entonces sabemos que tal vez, solo tal vez, ahora sí nos encontramos en el fin de los tiempos.
¿Tiene la culpa de esto la tecnología? Solo un insensato diría que sí. La culpa, más bien, está en quienes no saben qué hacer con ella. No se le puede dar un teléfono móvil a un orangután sin esperar que no intente rascarse el trasero con él, de la misma manera que no se puede esperar que una población altamente tecnificada, pero interesada tan solo en la rapidez con la que puede obtener satisfacción, saque provecho de las grandes oportunidades que estas herramientas proporcionan. «De todo esto tal vez se pueda deducir», observó Torbjørn Ekelund, «que el que camina lentamente tiene una vida espiritual más rica que el que corre tan rápido como es capaz».
A lo mejor lo que necesitamos es solo bajar un poco la velocidad.
J. Antonio Tamez-Elizondo
De la 6.ª promoción de la Escola de Llibreria
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