Melero, José Luis. Lecturas y pasiones. Zaragoza: Xordica, 2021. 284 p. (Los libros de la falsa; 25). ISBN 978-84-16461-44-8. 19,95 €.
Me lo he pasado en grande con el libro de José Luis Melero titulado Lecturas y pasiones publicado en Zaragoza por Xordica, la editorial en la que Melero ha dado repetidas muestras de brío literario y de amor por los libros. Me lo he pasado en grande por varios motivos. Primero, porque en los aragoneses la pasión viene de serie (como la tozudez, y como los frenos de disco en los coches chachis), y como la pasión por los libros es algo que compartimos Melero y un servidor, pues gran diversión. Segundo, porque es la enésima demostración de que tener libros en casa sirve para mucho, y da igual si son nuevos, viejos, de lance, de anticuario o de categorías innombrables. Tercero, porque son muchos los artículos periodísticos de entre estos ciento doce, que son una loa a las librerías, al ir a las librerías y al pasar tiempo en ellas porque está demostrado que es uno de los pocos sitios de los que se sale siempre contento, sea que se sale con un libro en la mano, sea con una idea en la cabeza. Cuarto, porque Melero cuenta algunas anécdotas que me han obligado a pensar. Imagino que como las anécdotas que cuenta son muchas, el libro hará pensar a otros muchos de entre los que sienten pasión (o simple curiosidad) sobre lo que significa tener libros o moverse a su alrededor.
Me resultan especialmente interesantes las anécdotas que tienen que ver con los libros antiguos y con el tenerlos o no tenerlos, y en ellas me he centrado. Sépase que el volumen tiene muchos y buenos artículos sobre vida y cultura aragonesa. Debe saberse que los artículos centrados en Aragón mueven a la pasión por el saber pues demuestran que el saber nunca es local, sino global, y no importa que se hable de aragoneses muy ilustres (Ramón y Cajal, Carderera) o menos ilustres, porque lo que cuenta es el procedimiento que se ha seguido para alcanzar ese saber: siempre a través de libros abiertos con pasión e interés, con ganas de ir a buscarlos, de abrirlos, de aprender de ellos, de destilar lo que enseñan y de que lo destilado sea comunicado a todos en forma de libro; y vuelta a empezar. Este libro de Melero es un alambique enorme que destila con soltura lo que hay en miles y miles de ellos y lo que supone amarlos y compartir lo que dicen y lo que son.
A mi corto entender, lo mejor de los libros que tratan de libros antiguos son las anécdotas, los casos, los detalles inesperados, como en los libros de poesía. Como por mucho que nos empeñemos ‒y muchos nos hemos empeñado mucho‒ no hay manera de escribir una «teoría general del libro antiguo», es más fácil hacer una «teoría particular del libro antiguo». Antes he dicho una mentira, pero creo que era una mentira pequeñica: que de una librería se sale siempre contento. En el artículo «Una visita a Fuente Vaqueros» (p. 22), Melero cuenta con mucha gracia intimidades familiares y afirma haber acompañado a Granada a su mujer porque en esta ciudad hay buenas «librerías de viejo». Melero afirma haber salido de una de ellas con «la tarjeta titilando y exangüe, casi desfallecida» y que esa noche ella y él tuvieron (el autor usa el plural: «tuvimos») que comer un bocadillo. La culpable fue «una preciosa edición de Altolaguirre». La anécdota da para una tesis doctoral sobre la bibliofilia compartida, otra de las formas de la pasión. No conozco intimidades de la familia de Melero, pues solo he oído a la señora catedrática (en calidad de vicerrectora) un par de veces en la presentación de sendos congresos dedicados a libros antiguos convocados por el incansable aragonés que es Manuel J. Pedraza. Las dos veces ha hablado con simpatía de la pasión que le ha invadido la casa, por lo que no parece que le costara mucho cambiar cena por bocadillo en Granada. (A decir verdad, la segunda vez que ella habló de la pasión que le había invadido la casa mantuvo la simpatía y compartió la ilusión, pero me pareció que empezaba a haber sitio para la resignación.) La cuestión es, como me decía mi padre: «¿No será que los aragoneses semos unos exageraos?». Si la exageración se debe achacar a la calidad de aragonés, la acepto; si es consecuencia de la pasión bibliofílica la acepto menos. Traigo esto a colación porque una de las muchas batallas que he perdido en la vida es la de intentar ganar para la bibliofilia un poco de razón, o de calma, como prefieran. No, no: la razón en la bibliofilia no implica la ausencia de pasión por el libro, implica reducción de la fuerza del fetichismo, de la exageración. Es muy posible que la anécdota del bocadillo sea solo artimaña periodística, y no lo digo porque esté al tanto de la salud financiera de la familia de Melero, sino porque el autor sabe reconocer en otros capítulos que el retenerse a la hora de hacerse con los libros es bueno y que no todo está permitido.
En el interesantísimo capítulo titulado «La biblioteca de Zurita» (p. 45) afirma que el «bibliófilo ortodoxo mataría por un incunable», lo que da para hacer otra tesis doctoral y confirma que los excesos son malos. No comparo renunciar a una cena en Granada con matar, por supuesto, solo digo que los límites de la pasión bibliofílica son algo muy personal, pero que en los libros se debería poner en el mismo lugar en el que ponemos los límites del amor: «lo que le permitimos a un apasionado no se lo permitimos a un obseso». El artículo sobre Zurita es un resumen de poco más de una página de lo que podríamos llamar «teoría general del libro antiguo». A veces, para escribir una teoría general basta con un párrafo:
«Si sé que no voy a leer un libro, este pierde para mí buena parte de su interés. Y con los libros antiguos […] te pasa eso: es muy hermoso verlos, tenerlos y acariciarlos, pero nunca los lees, y acaban convirtiéndose en meros objetos de colección, en mudos testigos del pasado, que están muy bien como documento histórico, pero que hoy ya no cumplen la función para la que fueron creados: la de ser leídos y servir de correa de transmisión del conocimiento».
A riesgo de parecer heterodoxo, invito a los estudiantes de biblioteconomía a leer detenidamente el párrafo anterior, porque los libros antiguos no dependen de los intereses de los bibliófilos ni de los lectores habidos, sino de los lectores por haber. Y afirmo que los libros antiguos no son siempre hermosos, ni da gusto acariciarlos (porque da pena cómo han llegado hasta nosotros por incurias innombrables), tenerlos es un problema (patrimonial, de responsabilidad, económico). Y, sobre todo, los libros antiguos nunca son testigos mudos, los libros antiguos se pueden, y deben, leer. No lo digo yo, lo dijo Rodríguez-Moñino: «No los considero meros objetos catalográficos, es decir, los leo» (cito de memoria). Y esto abre el debate entre la lectura y la posesión, pero este es otro asunto, que Melero trata con maestría reconfortante.
La bibliofilia rácana inventó en el siglo XIX lo que llamaré «bibliófilo esópico», o sea, el coleccionista que se justificaba con un «no lo quiero porque no está maduro». Se trata de una clase de bibliófilo para quien solo son buenos los libros que tiene él, los que le gustan a él, los que se puede permitir y los que sabe leer; con este mirarse el ombligo, deja todos los demás libros como objetos a merced de gente despreciable. El capítulo sobre Zurita es muy enriquecedor porque demuestra que, en el coleccionismo de libros antiguos y modernos, la suerte juega un papel importante. Estoy convencido de que si alguien hubiera tenido la suerte de aparecer por la librería de Barcelona a la que llegaron algunos libros de la biblioteca del Conde-Duque de Olivares y le hubiera caído en la mano un Macrobio o un Suetonio anotados por Zurita (con una caligrafía primorosa que acababa siempre en «Soy de Jerónimo Zurita y de sus amigos», en latín primoroso) no se hubiera negado a comprarlos si, además, el libro valía más o menos como una primera edición de un autor de la Generación del 98. Pero aquí entramos en la cuestión de si los libros antiguos son «testigos mudos», porque los libros de Zurita hablan por los cuatro costados. Lo importante no es en qué manos estuvo un libro, sino lo que esas manos dejaron en el libro y el esfuerzo que exige saber lo que nos quiso decir, pues no todos los libros hablan nuestro idioma, pero eso no los convierte en mudos.
Acabo la reseña con un estar de acuerdo con Melero con lo que dice en buena parte del capítulo «Los buenos libros e Internet» (p. 240). Comprar ahora libros por Internet se ha convertido en algo aburrido y ha desvirtuado el oficio de librero y la pasión de los bibliófilos rastreadores. Como ejercicio de nostalgia es estupendo, pero ni siquiera en esto cualquier tiempo pasado fue mejor, porque comprar libros por catálogo, en ferias o con el librero presente no significaba garantía de casi nada: si acaso, de que el buscador sabía buscar y de que la suerte le había acompañado. En una palabra, la presencia física de los libros y de las librerías es un estilo de vida y un modo de ser porque existen y porque nos esperan y hacen que nos sintamos vivos, activos y esperados. Así, los libros y las librerías son un territorio, un territorio al que apetece pertenecer por la misma razón que apetece pertenecer a una tierra, por ejemplo. El último libro que he leído antes de escribir esta reseña que tan amablemente me ha encargado el profesor Pons ha sido La luna e i falò (Turín: Einaudi, abril de 1950). Pavese hace un estupendo elogio del ser de algún lado. Además de aragonés y apasionado de natural, yo quiero ser del territorio libro que cita Melero, porque con los libros pasa como con la tierra: «es necesario ser de un sitio, aunque solo sea por el placer de abandonarlo. Ser de un sitio quiere decir no estar solo, saber que en la gente, en los árboles, en la tierra hay algo tuyo, algo que cuando no estás sigue allí y te espera».
Les recomiendo que busquen y disfruten este libro, que aconsejo leer como se leen los de poesía: uno se sienta, sabe que tiene delante un texto breve y condensado, lo lee, algo se le mueve por dentro, detiene la lectura, piensa en lo que ha leído, se serena o se excita, y vuelve al próximo fragmento convencido de que ese objeto que tiene en la mano es una invención estupenda. El libro de Xordica está bien editado: papel agradable al tacto, tipografía elegante, texto cuidado, encuadernación sólida.
Carlos Clavería Laguarda
Autor de Contra la bibliofilia: no amarás los libros sobre todas las cosas
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