Marchamalo, Jesús. Tocar los libros. Nueva ed. ampl. Pról., Luis Mateo Díez; epílogo, Javier Jiménez. Madrid: Fórcola, 2016. 121 p., [4] f. de làm. col. (Singladuras; 20). ISBN 978-84-16247-68-4. 9,50 €.
Teiichi Sato, un vendedor de semillas que lo perdió todo en el terrible tsunami de Fukushima del 11 de marzo de 2011 dice en una entrevista: [1]«Ustedes, los españoles, tienen mucha suerte». Y, ante la extrañeza de la entrevistadora, continúa: «Se tocan. Se abrazan». Cuando, inmediatamente después de leer la entrevista, encuentro en mi buzón la nueva edición de la obra de Jesús Marchamalo Tocar los libros, pienso que también tenemos suerte de poder tocar los libros. Esta suerte, afortunadamente, es universal, no privativa de los españoles.
Jesús Marchamalo (Madrid, 1960) es un periodista bien conocido, que ha trabajado en las secciones culturales de diferentes medios de comunicación –prensa escrita, radio y televisión– y actualmente mantiene, además, un blog, El don de la impaciencia. Ha recibido diversos premios, como el Ícaro de Periodismo en 1998, el Grand Prix International URTI de la Radio en 1990, el Premio Montecarlo de Radio en Mónaco en 1992 y el Premio Nacional de Periodismo Miguel Delibes en 1999; además, recibió el 3er premio Barahona Soto de teatro infantil por Un cuento encantado, en 1982.
Ha escrito diversas obras, muchas de ellas sobre libros y escritores, de las que destacan La tienda de las palabras, 39 escritores y medio, Las bibliotecas perdidas, 44 escritores de la literatura universal, Donde se guardan los libros, Retrato de baraja con abrigo, Kafka con sombrero, Cortázar y los libros y Las bibliotecas perdidas. Es autor también de Manual ilustrado de copia y chuletaje, Técnicas de comunicación en radio, La venganza, el placer de la justicia salvaje, Bocadillos de delfín, anuncios y vida cotidiana en la posguerra española, y La tienda de palabras.
En el año 2012 donó su documentación relacionada con la producción literaria –pruebas de correcciones, blocs de notas, manuscritos originales, dibujos, notas de campo– a la Biblioteca Nacional de España.
Su obra Tocar los libros, objeto de esta reseña, también trata de libros, de los libros respecto a algunos de sus propietarios o de los propietarios respecto a sus libros, pues es difícil hablar de los libros sin hablar de sus propietarios y hablar de los libros enseña mucho de sus propietarios, y conociendo los libros que éstos poseen y leen es fácil intuir algunas de sus características personales e intelectuales.
Un prólogo de Luis Mateo Díez, titulado «Talismán 2», y un epílogo de Javier Jiménez, titulado «Editar a Jesús Marchamalo», enmarcan la nueva edición, la cuarta en español, de Tocar los libros, obra tan amena como a la vez interesante y curiosa y con un número de páginas que, si bien la hacen perfectamente manejable, se agradecería que fueran más. Antes del prólogo hay un breve escrito, «Segunda apología de Tocar los libros». El cuerpo de la obra lo forman cuatro grandes apartados con títulos ciertamente llamativos –«El orden y el concierto», «Cómo deshacerse de quinientos libros», «Un libro cada treinta segundos» y «Libros esguardamillados»– que siguen a una larga introducción, que aquí se titula «A modo de inicio», sobre algunos autores. Un índice onomástico concluye la obra.
Segunda apología de Tocar los libros
El autor comienza dando las gracias a todos cuantos han tenido algo que ver con esta obra en las cuatro ediciones, la que más tiene que ver con él, con sus libros y con sus lecturas; va de los editores hasta los lectores, que con su opinión favorable lo han dado a conocer y pasa por quienes han prestado fotografías o han leído el manuscrito.
Prólogo Talismán 2
Luis Mateo Díez recuerda el ingenioso recurso de regalar libros en blanco que tanto él como Jesús Marchamalo emplean y que produce efectos diferentes según quien sea, no el receptor sino el donante.
A modo de inicio [2]
El autor ha contado recientemente sus libros, calculando su número por el espacio que ocupan en las estanterías, y llegando a la conclusión que posee 1.000 volúmenes, no libros o ejemplares. O quizá 1.000 títulos. No todos los ha leído y le parece que no está justificado que algunos formen parte de su biblioteca. Estos dos hechos son comunes a cualquier persona y pone ejemplos de hombres ilustres por su cultura que tienen numerosos libros sobre temas lejanos a sus especialidades conocidas y que resulta chocante saber la razón por la que los guardan en sus bibliotecas. Así, Walter Benjamin tenía cuentos de hadas, Pedro Salinas guardaba tratados de urbanidad, Vicente Aleixandre contaba con un número importante de novelas policíacas, Anne Fadiman tiene debilidad por los libros sobre exploraciones antárticas y Laurence Sterne coleccionaba libros sobre temas tan alejados entre sí como las fortificaciones o la obstetricia. Jesús Marchamalo confiesa que tiene, desde no sabe cuándo, libros sobre métodos de francés y sobre piratas. Quien esto escribe también tiene sus libros inesperados: un número no pequeño de obras sobre monasterios españoles, aunque esto a nadie interesa…
Si, como alguien dice, y con lógica, que las bibliotecas definen a sus dueños, cómo debía ser y dónde debía estar la biblioteca del polifacético espía Richard F. Burton que afirmó «El hogar es el lugar donde se guardan los libros». La gran Marguerite Yourcenar afirmó que reconstruir la biblioteca de una persona es una de las formas más idóneas de informarnos de cómo es. Los libros, según Jesús Marchamalo, hablan no solo de los lectores que somos o fuimos en su momento sino de lo que quisimos ser.
Las casas habitadas, en la mayoría de los casos, no pueden albergar todos los libros, y no se pueden ampliar en función de los libros que deben acoger, pues éstos se multiplican con una rapidez increíble y, cual esporas que encuentran el medio adecuado, colonizan toda la casa, hasta el punto de hacerla inhabitable. La lucha contra estos invasores adopta formas variadas: Fernando Arrabal se rinde y, prisionero de sus libros, permanece en su piso parisino, aunque desearía mudarse; Ramón Gómez de la Serna abandonaba a sus libros y a su casa cuando éstos ya la habían tomado; Gastón Baquero convivía con sus libros en medio de un caos que solo él podía controlar, y finalmente José Ángel Vaquero y muchos otros expulsan a sus libros donándolos a instituciones culturales, que no siempre los aceptan de buena gana, seguramente también por falta de espacio.
El orden y el concierto
Este título alude a las posibilidades y formas de organizar los libros y lo que ellas pueden decir de quien las aplica, a pesar de la clara resistencia que los propios libros oponen a ser organizados. Los libros tienen una habitación propia en las casas acomodadas solo a partir del siglo XVI y en todas –o casi– a partir del XVIII; sus propietarios son solo de dos tipos: los que los mantienen ordenados y los que los dejan campar por sus respetos, o mejor por toda la casa. El desorden, a menudo, impide localizar los libros y obliga incluso a comprarlos de nuevo si se necesitan con urgencia, como confiesa Fernando Savater que le ha ocurrido. Quienes quieren tener sus libros ordenados siguen el alfabeto o la cronología, aunque con variantes; Susan Sontag no toleraba que las obras de Platón estuvieran junto a las de Thomas Pynchon; y Juan Carlos Onetti dejó en manos de una niña de 12 o 13 años, que había probado que conocía el alfabeto, la tarea de ordenar su biblioteca y se encontró sus libros ordenados por los nombres de los autores, no por los apellidos.
No le parece a Jesús Marchamalo que el criterio alfabético tenga mucha lógica y se inclina por el cronológico, aunque seguirlo le lleva a colocar juntos autores que en vida tuvieron una relación poco amigable como Quevedo y Góngora o Vargas Llosa y García Márquez. El orden cronológico presenta, además, el pequeño inconveniente de que hay que conocer las fechas de nacimiento de los autores. Félix de Azúa y Javier Marías, que utilizan este método, escriben en el dorso de cada libro la fecha de nacimiento de su autor. José Lezama Lima organizaba su biblioteca por editoriales. Gonzalo Torrente Ballester seguía más de un criterio y solo él era capaz de hallar los libros. Jesús Ferrero los ordena por tres ámbitos culturales: libros occidentales, libros orientales y libros apátridas. José Ortega y Gasset, cuya biblioteca estaba formada por 15.000 libros, tenía un sistema que permitía que, cuando él se hallaba lejos, cualquier persona localizara un libro siguiendo sus indicaciones por teléfono.
Jesús Marchamalo cree que ordenar los libros siempre es problemático y parece estar de acuerdo con Azorín que afirmaba que hay que desconfiar de quienes tienen sus bibliotecas ordenadas. Para que lo estén, solo ve la posibilidad de que se pague por ordenarlas y mantener el orden establecido; es lo que hizo la emperatriz Catalina la Grande, que compró la biblioteca de Diderot, con el compromiso de que él mismo se ocupara de ella; de hecho el enciclopedista fue invitado a San Petersburgo y allí permaneció durante algunos meses.
Cómo deshacerse de 500 libros
La falta de espacio obliga a deshacerse de libros y así Hermann Hesse decidió mantener un número fijo de libros en su biblioteca, por lo que si un libro entraba, salía otro; los que salían habían respondido afirmativamente a estas cuatro preguntas: ¿lo necesitas?, ¿lo quieres?, ¿lo volverás a leer? y ¿sentirás perderlo? Hans Magnus Enzensberger también prescinde de un libro antes de permitir que otro entre en su casa. ¿Cuál es el número ideal de libros de una biblioteca doméstica? Georges Perec propuso 343, aunque sin especificar si se refería a volúmenes o a títulos, pues un título puede comprender más de un volumen y un volumen puede incluir más de un título. ¿Qué sentido tienen esas estanterías atiborradas de libros rebozados de polvo, colocados en doble fila, cruzados, traspapelados?, ¿para qué conservar aquello que no volveremos a leer, que nunca volveremos a necesitar?
Los libros denotan autoridad cultural y dan prestigio a sus poseedores, y una biblioteca voluminosa es causa de admiración y extrañeza ante la posibilidad de que su propietario haya leído todos los libros que la componen. Los libros, además, son un elemento decorativo y son llamativos los casos de Catalina de Rusia y de muchos aristócratas de ese país que exhibían multitud de libros con bellísimas encuadernaciones pero totalmente anodinos por su contenido. Salvando las distancias puede pensarse también en los despachos de profesionales prestigiosos cuyas estanterías están decoradas con libros de tan escaso interés como frecuencia de consulta.
Puede tenerse apego a los libros que han representado algo en la vida. Así, Luis Mateo Díez no devolvió El llano en llamas a la biblioteca que se lo prestó hasta que tuvo su propio ejemplar de este título. Caso extraordinario de amor a los libros es el poeta Rainer Maria Rilke que, enfermo de leucemia, pasó sus últimos días leyendo y pensando en el poder curativo de la lectura. Otros autores también han encontrado un gran consuelo en la lectura en situaciones difíciles: es el caso de Joseph Brodsky mientras estaba prisionero en Siberia, de Reinaldo Arenas que leía en una cárcel castrista La Eneida, de Miguel de Unamuno que llevó al destierro en su exiguo equipaje La divina comedia, o de Zoé Valdés que, a cambio de tres latas de leche condensada, tuvo en préstamo Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante y lo copió a mano.
Realmente los libros que se necesitan son pocos y muchos grandes autores tuvieron al final de su vida muy pocos libros. Así, la biblioteca de Carlos Bousoño no tenía más de 2000 obras, la del grandísimo Jorge Luis Borges no llegaba a los 3000 y Eduardo Mendoza no tiene más de 200 libros; un caso extremo constituye el grandísimo poeta Salvador Espriu que solo conservaba los libros que necesitaba y una vez usados los regalaba, o Emil Cioran que no tenía libros y cuando los necesitaba los pedía en préstamo a una biblioteca municipal de París.
¿Para qué guardar los libros? A nuestros herederos probablemente no les interesarán como objetos valiosos, pues desde que nació el libro de bolsillo, no lo son; ni tampoco les interesará el contenido, pues fácilmente y de inmediato lo hallarán en Internet. Jesús Marchamalo se pregunta la razón que hace que sea tan difícil desprenderse de los libros y no de cualquier otra cosa, aunque sea valiosa; igualmente es difícil que entidades culturales o benéficas acepten donaciones de libros. De hecho deshacerse de libros puede resultar imposible. En algunos casos es por el respeto religioso que su contenido inspira. Según cuenta Salman Rushdie, en Bombay se besaban los libros sagrados, pero en su casa besaban los libros, sagrados o no.
La generación actual, como las anteriores, tiene algo que todavía le impide tirar, quemar o romper libros a pesar de que muchos de ellos lo merecerían. José Luis Monreal, propietario del grupo Océano, tardó muchos años en poder desprenderse de libros, pero cuando superó esta impotencia experimentaba placer al hacerlo e incluso lo hacía con un poco de sadismo, pues antes de tirarlos los rompía en pedacitos. También tenía su parte de sadismo el incomparable Francisco Umbral, que arrojaba los libros a la piscina y los dejaba flotar durante días, cual cadáveres hinchados, igual que hacían lo compañeros de Pinocho, pero en el mar. Joseph Joubert tenía también una costumbre extraña: arrancaba las hojas que no le gustaban.
Hombres de letras y escritores conocidos se deshacen de sus libros de forma imaginativa. Mario Muchnik los dejaba en un sofá a la entrada de su casa para que sus visitantes se los llevaran. Jesús Landero los abandonaba en una plaza próxima a su casa para que los transeúntes los cogieran. Javier Pérez Reverte los colocaba sobre una mesa del sótano de su casa; Francisco Pina los tiraba a la basura; Javier Marías se los regalaba al portero de su padre. Alfredo Bryce Echenique, tras leer el ensayo de Augusto Monterroso Cómo me deshice de quinientos libros, decidió deshacerse de este número de libros cada vez que hiciera una mudanza y así pudo desprenderse de 2000 libros aprovechando los cuatro cambios sucesivos de domicilio que hizo a París, Barcelona, Montpellier y Madrid. Enrique Vila-Matas arrojó sus libros a los contenedores de basura en una noche de lluvia torrencial, como si el cielo reprobara esta acción. El genial director de Amanece, que no es poco, José Luis Cuerda, se deshizo por completo de tres bibliotecas regalando o tirando los libros.
Una manera cruel y premeditada de deshacerse de los libros fue la que sufrieron los de la Casa de los Jesuitas de Bruselas tras la disolución de la Compañía; fueron llevados a la Biblioteca Real Belga, pero como ésta carecía de espacio, se depositaron en una iglesia abandonada colocando los más valiosos en el centro y, a su alrededor, para que los protegieran de los ratones, los que consideraban prescindibles.
Un libro cada treinta segundos
Giuseppe Tomasi di Lampedusa, autor de El gatopardo, defendía que hay que leer también libros malos y Juan Rulfo recomendaba, de manera inexplicable, libros malos. Un momento terrible es la disyuntiva de seguir o abandonar definitivamente un libro del que se han leído un centenar de páginas. Muchos libros nunca se han comenzado y se conservan intonsos en las bibliotecas; esto hace que algunos de ellos sean auténticos tesoros para los coleccionistas, aunque de imposible adquisición.
Los libros, igual que las personas, necesitan su tiempo, el momento apropiado para ser leídos aunque, en ocasiones, ese momento no se encuentra o, si se encuentra, se pierde. Así por ejemplo, un diario preguntó a diez conocidos escritores si no habían sido capaces de acabar algún libro. De acuerdo con las respuestas, obras importantísimas habían sido abandonadas: Doktor Faustus de Tomas Mann, La divina comedia de Dante Alighieri, Paradiso de José Lezama Lima, Bajo el volcán de Malcolm Lowry, Volverás a Región de Juan Benet o Mazurca para dos muertos de Camilo José Cela. Muchos autores, entre ellos Jesús Marchamalo, suelen leer más de un libro a la vez y también escribir más de un libro simultáneamente.
Respecto a los libros dedicados, de los que el autor tiene un buen número, hay de dos tipos: los dedicados por amigos y los dedicados por autores a quienes no se conoce; los primeros suelen tener dedicatorias personales y cariñosas, y los segundos llevan una frase impersonal y amable. A menudo, detrás de las dedicatorias, hay anécdotas e historias interesantes e incluso enternecedoras, y siempre constituyen un vínculo entre el escritor y el lector; vínculo que se traiciona cuando el lector se deshace del libro dedicado.
La forma de leer es diferente y puede hacerse tumbado, sentado, en un lugar tranquilo o en uno bullicioso; la forma de leer es personal, como lo es la relación del lector con su libro, una relación que es siempre placentera y enriquecedora para el lector y generosa por parte del libro, pues si en un momento éste no gusta, se abandona sin más, sin que se queje. En los libros quedan huellas de la relación: el nombre del propietario, anotaciones marginales, líneas subrayadas, exlibris y diversos objetos dejados, como pequeños trozos de papel o flores prensadas; también quedan en los libros daños causados por el hombre, por los insectos y por las condiciones naturales adversas. La relación con los libros, en general, suele ser buena, y Jesús Marchamalo indica que en el pasado, al usarlos tenía sumo cuidado, pero ahora ya no tiene tantos miramientos.
Libros esguardamillados
Los libros son objetos que proporcionan sensaciones únicas que se recuerdan a lo largo del tiempo. Como los libros, el mundo de la edición despierta interés en muchísimos escritores que llegan incluso a imprimir sus obras: así lo hicieron Walt Whitman, Georges Duhamel, Ernesto Giménez Caballero o José Bergamín, por citar solo algunos.
Jesús Marchamalo, siempre interesado en las bibliotecas de los escritores, explica cómo son las de algunos muy conocidos: Clara Janés, Elvira Lindo y Antonio Muñoz Molina o Bernardo Atxaga. En las bibliotecas ajenas encuentra explicación y justificación de la suya; se confiesa maniático de los libros en general aunque su relación con ellos ha ido cambiando y todo el cuidado que antes ponía en ellos ha dado paso a la comodidad mientras lee. Algunos autores, con toda razón, se enfadan cuando les devuelven los libros en malas condiciones, esguardamillados, según Dámaso Alonso. ¡Qué palabra tan expresiva!
El autor de Tocar los libros, como amante de los libros antiguos, visita librerías de ocasión en busca de tesoros ocultos que los libreros ignoran que poseen y en los que se pueda entrever algún detalle de la vida pasada de sus propietarios a causa, en parte, de los objetos que pueden haber olvidado en ellos: pequeñas notas sobre cualquier tema, billetes de transporte, plantas secas o billetes de curso legal, entre los más frecuentes.
Los billetes de curso legal antiguos se encuentran con mucha frecuencia entre las hojas de los libros y, aunque parece que se colocaban para protegerlos, a menudo han quedado allí, olvidados y perdidos; algo así parece que le ocurrió a Julio Cortázar, que guardaba billetes en los libros que, cuando la biblioteca del escritor llegó a la Biblioteca Juan March, encontraron los bibliotecarios.
Uno de los debates recurrentes es la conveniencia de subrayar lo que interese o poner comentarios marginales y si debe usarse para ello el bolígrafo o el lápiz. Jesús Marchamalo, como cualquiera de su generación o de generaciones anteriores, no subraya los libros y, en las pocas ocasiones que lo hace, emplea el lápiz y la marca que deja es casi imperceptible. Hay otros autores que sí que lo hacen e incluso de manera compulsiva; así George Steiner consideraba que no se podía leer un libro sin un lápiz en la mano o Julio Cortázar, que llenaba los libros de notas o comentarios a lápiz, pluma o rotulador. Algunos autores cuyos textos se imprimieron con erratas, tienen la paciencia de corregir algunos ejemplares; es lo que hizo Andrés Berlanga o Pedro Salinas con sus poemas salidos de la imprenta Altolaguirre.
Un apartado especial merecen los autores que perdieron sus libros durante las guerras, principalmente durante la Guerra Civil (1936-1939). Pedro Salinas, en julio de 1936 cerró su casa y se dirigió a Santander para cumplir sus funciones de secretario de la Universidad de Verano; cuando pudo volver a su domicilio, vio cómo gran parte de sus cuadros, muebles, libros y papeles habían desaparecido. Igual suerte corrieron los libros de Ramón Gómez de la Serna, que salió de España hacia Buenos Aires; dejó su casa cerrada con todas sus pertenencias dentro, libros incluidos, y entregó la llave al portero al tiempo que le decía: «Espere diecisiete días, y haga lo que quiera con lo que queda». Antonio Machado, en su viaje al exilio, perdió una maletita en la que había guardado sus libros y papeles; hay que recordar que en este triste viaje también él y su madre perdieron su vida. Vicente Aleixandre, que vivía en su chalet de la calle Velintonia, convertida pronto en frente de guerra, solo pudo recuperar tres o cuatro libros cuando, acompañado por Miguel Hernández y provistos de un carrito, volvió a la casa para llevarse lo que hubiera quedado.
Y si el fuego inmisericorde de la guerra ha quemado millones de libros, también algunos autores han quemado su obra o una parte de ella intencionadamente o por accidentes mientras fumaban. Joseph Conrad, Mijail Nabokov, Gonzalo Torrente Ballester y muchos otros destruyeron intencionadamente sus libros. El fuego accidental en domicilios particulares también se ha llevado bibliotecas importantes como la de Aldous Huxley en 1961 y la de Octavio Paz en 1966; éste no se recuperó nunca de semejante desastre que se llevó también recuerdos tangibles y sensaciones pasadas.
Epílogo. Editar a Javier Marchamalo, por Javier Jiménez
Javier Jiménez aplica a esta nueva edición de Tocar los libros la Ley de la conservación de la materia de Mijaíl Lomonósov y Antoine Lavoisier, que dice: «La materia ni se crea ni se destruye, solo se transforma»; y lo hace porque es solo una transformación que mantiene intacta el alma que ya tenía en las ediciones anteriores: la de 2004 hecha por el Centro de Profesores y Recursos de Cuenca, la de 2008 a cargo del CSIC y las reediciones con ligeras modificaciones de 2010 y 2011 editadas por Fórcola.
Vivat Academia
Esta pequeña obra no ha dejado de venderse y su presencia en la biblioteca de cualquier amante de los libros es casi obligada. Según Luis Mateo Díez «Un librito que tiene mucho de breviario, donde se condensa con su estilo intenso, destilado, con un tono lírico y a veces hasta elegíaco, todo lo que se puede decir con sentido de amor a los libros».
Libros y amistad
Los libros y la amistad acompañan al autor de esta obra y a su editor, que comparte lecturas y amigos; gracias a Jesús Marchamalo, conoció Javier Jiménez a Pedro Álvarez de Miranda, académico bibliotecario de la Real Academia Española, y gracias a éste pudo visitar esta institución; la visita a la Biblioteca académica le proporcionó una profunda emoción y en ella pudo admirar además las bibliotecas personales de Dámaso Alonso y de Antonio Rodríguez Moñino y también algunos objetos maravillosos, como el enorme atril donde se hallan expuestas las diferentes ediciones del Diccionario de la Academia. Gracias a Jesús Marchamalo, Javier Jiménez conoció también al gran bibliómano Manuel Melero con quien comparte la virtud de la pasión por los libros que no tiene otros límites que los de las estanterías que los acogen.
Sellos, monedas y soldados de plomo
Ramon Miquel i Planas, ilustre bibliófilo catalán, y Javier Jiménez, que le conoció gracias a José Luis Melero, comparten su amor por los libros con el que experimentan por otros objetos: las monedas y las pinturas, en el caso de Ramón Miquel i Planas, y las postales sobre escritores o los billetes con la efigie de escritores, en el caso de Javier Jiménez. Los libros son, sin embargo, uno de los objetos más preciados y valorados, más que otros objetos de un valor económico más elevado. Prueba de ello son las fotografías numerosísimas en las que hombres ilustres aparecen ante estanterías plenas de libros.
Finalmente solo indicar la satisfacción que me ha producido leer atentamente esta obra, conocer las vicisitudes de autores y libros y las relaciones que se establecen entre ellos. La obra Tocar los libros, tan atractiva como personal, resulta amena, instructiva y curiosa y leerla resulta un placer.
María Elvira y Silleras
mariaelvira@ub.edu
Profesora de la Facultat de Biblioteconomia i Documentació (UB)
[1] Sanchís, Ima. «Teiichi Sato, vendedor de semillas». La Vanguardia, n.º 48.338 (20.04.2016), p. 64. Disponible en: http://hemeroteca.lavanguardia.com/preview/2016/04/20/pagina-64/9682806…
[2] Este título es de la autora de la reseña, que lo ha dado para facilitar la ordenación de sus comentarios.
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