Albero, Miguel. Roba este libro: introducción a la bibliocleptomanía. Madrid: Abada, 2017. 288 p. (Voces). ISBN 978-84-16160-75-4. 18 €.
No hay sensación más agradable que la de leer un libro por invitación y que tras haberlo devorado uno se quede con la sensación de que ha sido devorado por él. He de confesar que leí Roba este libro: introducción a la bibliocleptomanía (Madrid: Abada, 2017) invitado por el profesor Amadeu Pons, aquí presente, aunque lo hubiera hecho de todos modos, pues la lectura de libros de Miguel Albero es un deporte que practico todos los años con grandes placer y provecho: este caso no es distinto de los anteriores.
El volumen tiene muchísimos aciertos y algún desacierto: aquellos son todos debidos al autor, estos, al editor. El libro está escrito con gran soltura y se lee con la frescura que es propia a la feliz prosa del autor. Dice, además, cosas muy interesantes que hubieran merecido una edición más cuidada. Parece como si, en este caso, la tarea de editar se hubiera limitado a convertir un fichero de texto en un pdf o similar, dividirlo en capítulos y en páginas y en mandarlo imprimir, encuadernar y distribuir. Son cosas que hacen los editores, sí, pero el oficio de editor y el trabajo del autor merecen más: sí sé a quién le estoy robando la frase «un libro no debería ser solo un manuscrito convertido en un impreso» (Alexandre Vanautgaerden, Érasme typographe... Ginebra: Droz, 2012), y viene al pelo porque alguien debería haber puesto orden en los acentos (sólo en la página 55 hay cinco de ésos, y no solo en los demostrativos), en el uso aleatorio de las mayúsculas y del régimen preposicional. No me comportaré ahora de humanista y no me detendré por culpa de un «pormenor de sintaxis» (Francisco Rico, El sueño del humanismo, Madrid: Alianza Editorial, 1993), pero quizá alguien debería haber puesto orden, además, en las muchas recurrencias y repeticiones que recorren el libro como para asegurar al lector de los supuestos (teóricos, legales, metodológicos, morales, pasionales, personales) que llevan al autor a decir lo que dice de los libros y de los ladrones.
Casi todos están bien esbozados en los dos primeros capítulos, por lo que encontrárselos luego esparcidos por el libro y sin mayores correcciones o nuevas referencias me ha dejado una sensación de incuria editora: a) como si el libro se hubiera ido de las manos y en lugar de una loable organización circular (que la tiene, y buena) hubiera dado en una espiral alocada, y b) como si a pesar de estar apercibido el autor de que este es un «mundo rico en casuística pero aburrido» (página 174), hubiera cedido a la tentación de contar todos los casos apuntalándolos teóricamente con recurrente insistencia no exenta de amenidad.
Roba este libro... es un relato cautivador que desvela algunas de las razones que llevan a los ladrones de libros a robar. En otras ocasiones también desvela los motivos que llevan a los ladrones a robar libros. Uno de los grandes méritos de Albero es que afea a algunos escritores el hecho de vanagloriarse de su pasado cleptómano. Se espera que con el reproche de Albero, secundado por Cercas en la página 45, ese deporte del que se justificaban algunos jóvenes por pobres, marginales y aspirantes a escritores de segunda fila quede apartado de las olimpiadas de las boutades risibles (gracietas por estas tierras). No es este el mérito menor del libro. Por él pasan en procesión de escarnio, además de los dichos, los ladrones bibliófilos, los bibliotecarios, los libreros, los profesionales del robo, los curiosos, los malvados, los mutiladores de libros, los plagiarios, los prestadores y los prestatarios... Y todos reciben su dosis de ironía y de crítica con precisión de escritor y minuciosidad de concienciado. El que esto escribe agradece que el tono de la denuncia sea más alto que el de la complacencia y la condescendencia (ver el capítulo III, Valoración de la bibliocleptomanía: «Robar un libro sí es robar», página 55). Quien quiera deleitarse con las miserias y los miserables artificios de todos los tipos citados tiene en este libro unas horas de entretenimiento asegurado y material para toda una vida de reflexión.
Otra cosa es si juzgamos el libro según lo que el autor nos dice pretender con él y no lo vemos solo como un relato fresco del fresco lamentable que ofrece la tradición de robar libros, pues en este caso la simpatía y el gracejo y las fuentes utilizadas no son suficientes. Si uno empieza la lectura pensando que tiene en las manos un «estudio que no manual, analítico que no práctico, y sistemático, que no parcial» (página 15) el susodicho lector tiene la sensación de que se lo va a pasar muy bien con Albero. Sin embargo, al final del libro uno tiene la sensación, sí, de haberse divertido mucho, pero no de haber sabido encontrar todo el jugo que el prometido «ensayo» (página 21) anunciaba. Este quedarse a mitad no es defecto del autor sino del lector demasiado ávido, y en cierto modo (leve) también es culpa del editor, quien acaso debería haber insistido, por ejemplo, en la identificación más clara de las fuentes y en un uso menos novelesco de la bibliografía. Si me atreviera a dividir Roba este libro... en dos partes, una que podría referirse al robo de libros modernos en librerías y lugares privados y otra tocante al robo de libros antiguos o con valor patrimonial y sustraídos de lugares públicos, las conclusiones que obtendría como lector serían dispares. Nada sé del primer sector, y reconozco que las indicaciones legales, procesales, morales y vergonzantes ofrecidas por Albero me han servido suficientemente y me han aclarado muchas lagunas sobre cómo actúan los desvalijadores de librerías modernas y de bibliotecas de amigos y familiares.
En la página 86, el autor afirma, tras citar el libro que estudia las actividades de Forbes Smiley III, haber aprendido que el de los ladrones y mutiladores y vendedores de libros con valor patrimonial «es un mundo pantanoso donde los haya, donde las lindes morales son frágiles como los mismos mapas» [o libros]. Tras leer esta afirmación me froté las manos pensando que por fin iba a ver estudiada la vida del pantano y a leerla en la, ya dicho, feliz prosa de Albero.
El concepto de patrimonio referido a los libros lo fija la ley española a esos asuntos dedicada (Ley 16/1985, de 25 de junio, del Patrimonio Histórico Español, en el Preámbulo), y hace que algunos bienes tengan esa consideración «debido exclusivamente a la acción social que cumplen, directamente derivada del aprecio con que los mismos ciudadanos los han ido revalorizando», que traducido al caso que nos ocupa quiere decir que son de todos, que valen lo suficiente como para atraer a los ávidos de dinero y que su sustracción o destrucción deja coja nuestra cultura. El elenco de malfechores que Albero hace desfilar por el libro es de primera división, por lo que era de esperar una crónica de sus actos acorde con la categoría de los mismos. Suele suceder que las investigaciones de los malos hechas por los buenos se centran en las actividades ilícitas que aquellos ejecutaron cuando eran considerados buenos, y que no suelen indagar en el terreno pantanoso en el que se movían los malos cuando vivían amigablemente con los buenos. Quiero decir, alguien que frecuentara los salones del poder y viera cómo se comportaban el dicho Forbes, el muy citado De Caro o Gómez Rivero y sus cómplices, podía al punto observar que en los terrenos pantanosos, por acción o por omisión, conviven todo tipo de ranas, y que no todas croan a la luz de la misma luna llena.
Los aplausos y sonrisas que recibía Forbes Smiley III en las casas de subastas de Londres cuando gastaba cientos de miles de libras esterlinas comprando a mano alzada atlas de colecciones nobles, quienes compraron a De Caro libros de buena fe (en efectivo y sin recibo, pero bona fide), quienes creen que con recuperar lo robado es suficiente y que un tipo como Gómez Rivero puede irse «de rositas» a pesar de que si los mapas robados acabaron en Londres, Nueva York y Australia se habían cometido varios delitos de contrabando (Ley 16/1985, artículo 75: «Serán responsables solidarios de la infracción o delito cometido cuantas personas hayan intervenido en la exportación [ilícita] del bien y aquellas otras que por su actuación u omisión, dolosa o negligente, la hubieren facilitado o hecho posible»), quienes prefieren no denunciar abiertamente un robo patrimonial para no dañar su institución (y así evitar que algunos vean ajustes de cuentas en los [des]nombramientos) o para no perder sponsores, las casas de subastas que vendían durante años libros sin sospechar que eran robados a pesar de haber pagado siempre al suministrador en efectivo y sin recibos explícitos, los subastadores en cuyas salas desaparecen misteriosamente libros cuyos robos no merecen la publicidad necesaria... son detalles de la periferia de la bibliocleptomanía que un ensayo menos dulce y más sistemático podría haber aclarado.
Albero hace un esfuerzo bueno y no inútil cuando relata según las fuentes habituales algunos casos históricos citados por los rancios estudiosos de la bibliofilia y por los no menos rancios (el sebo con el que lustraban los lomos de sus libros se ha agriado) bibliófilos franceses e ingleses de los siglos xix y xx. El estudio de la bibliocleptomanía reciente debería abandonar definitivamente el aura que los Cim, Nodier, Mendoza y tantos otros bibliófilos expertos en arrimar el agua a sus molinos dieron al hecho de amar los libros sobre todas las cosas y hacerlo por encima de toda contención moral. El caso del muy «admirado» conde Libri (sobre quien todos deberíamos leer una vez al año la reflexión que hace Antonio Rodríguez-Moñino en Los manuscritos españoles del bibliopirata Libri; catálogo de los subastados en 1859, con algunas adiciones, Madrid: Maestre, 1956), debería servir para dejar de llamar a los ladrones de libros patrimoniales «bibliófilos astutos» que ejecutan «robos con arte» siendo «ilustres» o «flor de la cleptomanía» hasta ser considerados «genios» en sus acciones.
Es cierto que la ironía y la sutilidad y la crítica reinan en todo el libro de Albero, pero también es cierto que un «estudio sistemático» no debería quedarse en la ironía y en el buen humor. No es necesario que un ensayo denuncie y luego presente conclusiones irrefutables, pero sí es recomendable que abunde y ahonde en las actividades de los malos cuando eran tenidos por buenos y así poder llegar hasta los motivos ocultos que, ellos y sus cómplices en el lado limpio, tuvieron para comportarse así. Y merecería la pena hacerlo porque, como ejemplo, pondré dos casos todavía vivos que necesitan una conclusión: en el llamado asunto del seminario de Cuenca y en el proceso a De Caro (páginas 225-234) casi nada es como se escribe, ni como se declara; algunos artículos y libros escritos tienen intereses ocultos detrás o debajo... digo, en un mundo pantanoso es difícil saber la verdad si uno se cree a los actores y se olvida de los tramoyistas, que son también parte integrante y cómplice de la comedia (en el relato) o de la tragedia (en el ensayo).
Además, para dar por zanjado un caso de sustracción patrimonial no debería bastar con dar fe al habitual auto-complaciente comunicado de la feliz institución que ha recuperado lo robado, pues pocas veces en él se suele hacer notar cuál es el paisaje después de la batalla. Pocas veces se llega a aclarar, una vez que se han ido los periodistas y las medallas han sido concedidas, hasta dónde ha llegado la devastación: pienso en el estado de algunas bibliotecas antes y después de la visita del cleptómano y el panorama no es tranquilizador. Quiero decir: ¿En qué estado se encuentran ahora los seminarios, conventos y universidades expoliadas?, ¿es la Biblioteca dei Girolamini un modelo de institución cultural tras el paso por ella de De Caro con el cargo de bibliotecario y tras haberse rasgado las vestiduras los ofendidos responsables del sector?, ¿qué medidas de control han tomado algunas instituciones previamente saqueadas? Dicen, y cito de fuentes orales, que para renovar el carnet de investigador de la Biblioteca Nacional de España ahora piden, entre otras cosas, un recibo de un suministrador (agua, gas, electricidad) en el que conste la dirección del solicitante: así le dijeron a un profesor inglés, y le confirmaron que era una idea copiada de la British Library, ante lo cual el investigador dijo no quedarse muy tranquilo. Quizá así consigan los guardianes evitar que, como aquel ladrón de mapas que dio la dirección de un centro comercial cuando efectuó el registro (páginas 82-84), se cuelen otros maleantes: por cierto, si alguien es capaz de falsificar un galileo o una carta de Colón o acuchillar y raspar un atlas de la sala Cervantes de nuestra amada Biblioteca Nacional, ¿qué no sabrá hacer con el recibo de la luz?
Entre la periferia de la bibliocleptomanía están también los que en lugar de restar el patrimonio lo aumentan ejecutando facsímiles para completar libros faltos o falsificando directamente libros enteros; tarea que es imposible hacer solo, y menos si el libro al final va a ser vendido a una prestigiosa universidad, por lo que señalar y criticar al «héroe solitario» es simplificar en exceso.
Si Marino Massimo De Caro, personaje genial en otros ámbitos y citado por Albero, de refilón, en casi todos los capítulos del libro, hubiera sido también un falsificador genial no habría cometido el error por el que fue descubierto. En el facsímil que creó del Sidereus nuncius añadió, animo falsificandi y haciéndose pasar por Galileo, unas acuarelas que representaban unas fases lunares imposibles de ver durante el período de fabricación del libro original: «Owen Gingerich demonstrated that the observations of the Moon contained in those drawings would not have been possible during the short window available in the book’s production in the winter of 1609-10 between the printing of those sheets and the printing of the etchings». Este detalle sí es una genialidad, tanto, que permitió a los que pensaban que De Caro era un falsificador dar los pasos necesarios para escribir el ensayo que comprometía a todos aquellos que llevados, no solo por la ilusión del descubrimiento, habían cacareado el gran valor del libro y habían dado soporte teórico a la multiplicación por varias x del precio del falso libro, ayudando así a engordar la vanidad de los actores principales, los bolsillos de los intermediarios que fingieron creer lo que dijo De Caro y de paso vaciar los de la institución que, dicen, tuvo diez millones de dólares para comprarlo.[1] De Caro todavía se ríe, reconfortado en su vanidad, de todos aquellos a los que logró engañar y enrolar y conoce perfectamente, estoy seguro, las debilidades de todos los que se reunieron alrededor de su(s) falso(s) para sacar tajada de ellos, aunque hoy anden libres y se muestren al mundo como adalides de la honradez.
Quiero decir con esto que la bibliopiratería ha adquirido hoy una complejidad tal que su análisis no se puede despachar rascando en la superficie, pues es necesario profundizar en todos los estratos que, con complicidades e intereses varios, participan en el negocio.
Quiero decir con esto que el robo de libros patrimoniales en el siglo xxi debería ser analizado con métodos y leyes del siglo xxi y no con el marco teórico de un mundo rancio y auto-permisivo. Quiero insistir en que las penas por robar libros las marca el código penal y son, por justas o leves que sean, pactadas por una comunidad por lo general legislativamente lenta e hijas de esta.
El libro de Albero es un primer paso, que era necesario dar, para hacer que las palinodias de todos aquellos que hemos participado en actividades ilícitas alrededor de los libros estén acordes con los tiempos.[2] Es también un primer paso para que las opiniones sobre la bibliopiratería no se liquiden y filtren con los baremos que ofrecían las anticuadas boutades de coleccionistas y escritores y legisladores de otros tiempos, cuyo mayor deleite consistía en alardear de comportamientos censurables pensando que, como prohombres que eran o iban a ser, el pecado cometido habría de convertirse en virtud a imitar: pienso ahora en el fondo Comín Colomer y veo de nuevo la ignominia ligada a la excusa del patrimonio recuperado.[3] Gracias, señor Albero, por haber escrito este libro y por recordar cuánto queda por hacer.
Carlos Clavería Laguarda
Profesor de la Escola de Llibreria
[1] Ver Owen Gingerich, «The curious case of the M[artayan]-L[an] Sidereus Nuncius», Galilæana, 6 (2009), páginas 141-165; Nick Wilding, «Forging the Moon», Proceedings of the American Philosophical Society, vol. 160, n.º 1 (marzo 2016), páginas 37-72.
[2] Algunos de los profesores que participaron en el simposio y posterior libro que daba por bueno el falso Sidereus nuncius fabricado por De Caro y sus cómplices publicaron, tras las investigaciones de Gingerich y tras creerse algunas de los despistes que declaró De Caro a The New Yorker, un volumen que demostraba un modélico arrepentimiento, no una nota de prensa pactada y no una justificación basada en la concepción moral de un bibliófilo de provincias francés. Invito al lector a consultar, con mucha atención y desconfianza, el artículo citado por Albero en la página 231 (Nicholas Schmidle, «A very rare book», The New Yorker, 16 de diciembre de 2013), y el profesional mea culpa de A Galileo forgery: unmasking the New York Sidereus Nuncius, Horst Bredekamp, Irene Brückle, Paul Needham (eds.), Berlín: De Gruyter, 2014. En la reseña del libro, N. Wilding confirmó sus dudas sobre la autenticidad del ejemplar presentado por De Caro, véase «Horst Bredekamp, Irene Brückle, and Paul Needham (eds.). A Galileo forgery: unmasking the New York Sidereus Nuncius», Renaissance Quarterly 67/4 (2014), páginas 1337-1340. El libro de 2014 dedicado al falso creado por De Caro viene a ser una palinodia ejemplar de cuanto publicado previamente por los mismos con los exultantes títulos de Galileo's Sidereus nuncius: a comparison of the proof copy (New York) with other paradigmatic copies (I) y P. Needham: Galileo makes a book: the first edition of Sidereus nuncius, Venice 1610 (II), H. Bredekamp, I. Brückle, O. Hahn, P. Needham (eds.). Berlín: Akademie Verlag, 2011.
[3] Eduardo Comín Colomer ha sido retratado así: «Involucrado en la represión política bajo la dictadura a partir de 1939, era un gran aficionado a los libros y robaba los que encontraba en el domicilio de sus víctimas...», en Michel Lefebvre y Rémi Skoutelsky, Las Brigadas Internacionales: imágenes recuperadas, Barcelona: Lunwerg, 2003. Hoy su biblioteca tiene sección especial en la BNE. Estoy seguro de que hay estudiosos que tienen una versión diferente de los hechos.
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